La esquina Bohemia

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Wednesday, January 18, 2006

Fiebre de oriente en el año del perro


La proximidad del año nuevo chino y lo último escrito en estruendomudo (véase aquí)me ha provocado a contestar compartiendo mis propias experiencias con los cuidadanos provenientes del lejano oriente.
Mi fiebre empezó en el verano del 1997 con un filipino nuyorkino que venía de vacaciones colao por un primo hotelero que trabajaba en el Condado. Me sedujo su piel lampiña, suave, de olor sutil la cual contrastaba con su voz bajo barítono espesa como el chocolate. El incipiente internet y las bajas tarifas de teléfono permitieron que el idilio se sostuviera, al punto que logré que regresara en enero del 98 para las fiestas de la calle San Sebastián. Pienso que lo que me provoca relatar esta historia es la proximidad de las fiestas de la calle, como también el inicio del año del perro, el signo del objeto de mi deseo. De más está decir que quedó fascinado por las fiestas e hicimos fiesta (a buen entendedor...)La desilusión advino repentina cuando lo llamo a su casa y contesta una mujer de manera algo grosera. Resulta que era su novia y que habían vuelto. Lo que me dio rabia no fue que regresara con ella, era que me lo ocultara porque ambos habíamos un acuerdo de informarnos ante esa eventualidad. Sentíamos mucho cariño, pero éramos realistas también. Dicho incidente trajo un enfriamiento hasta el 11 de septiembre que revolcó todos esos sentimientos dormidos ante la angustia de una posible muerte. Nos seguimos llamando y escribiendo pero en el plano únicamente platónico. El fin fue cuando me informó que se casaba con una chica filipina de California. Me invitó a su boda. Tenía la coartada de que la boda era después de mi regreso a Puertorro y me excusé. No me entusiasmaba para nada regresar de donde me fui a ir a una boda de un amor que perdí.
En el interín de la primera desilusión conocí a la que fue mi última pareja. A finales del 98 empezé a salir con un gentil ingeniero taiwanés-californiano que vino a parar aquí con la misión de cavar las profundidades de Rio Piedras para hacer los túneles del tren. Lo más curioso es que lo conozco en el fuego cruzado de uno de varios piquetes estudiantiles, los cuales paralizaban la construcción del tren. Si me acercé a el era por su actitud gentil y conciliadora. Me atrajo su hablar pausado, también el suave olor de su piel a pesar de haber sudado 12 horas, como su extrema caballerosidad. Esta fue mi relación más prolongada caracterizada por una recomfortante cotidianidad. Al mudarme de mi casa poco después de salir con él, pude al fin disfrutar las dulces y simples rutinas de las parejas adultas, como también compartí la crianza de dos gatos. El punto final llegó cortesía de su madre. Cuando al fin la conozco en California, ella me miró de arriba a abajo y siguió hablando en mandarín con su hijo. Desde ese punto, todo fue cuesta abajo.
A pesar de todo, agradezco el caudal de experiencias y aprendizaje brindado por ambos. En primer lugar, conocí las diferencias entre los manjares vietnamitas, tailandeses, coreanos. Aprendí también las dificultades de sostener unas tradiciones versus el empuje de abrazar del lleno el american way of life. Ambos han sufrido también el embate de los estereotipos aunque alegadamente éstos sean más positivos (trabajadores, buenos en matemática etc.)
No me arrepiento de haber compartido con ambos aunque escogieran seguir las tradiciones dictadas por sus familias. Por el tiempo que compartí con ellos, éstos abrieron su puerta a su mundo y yo también la abrí para que vieran el mío. El viaje bien valió la pena...

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